Ayer lo vi de nuevo, iba sereno, sin prisas, de momento se detuvo a ajustar una de las agujetas de sus zapatos y en un atisbo de ser observado, movió su rostro. A través de las densas hojas encontré sus ojos. Ese momento constituyó algo así como esas cosas a las que algunos pueden llamar dulces coincidencias, señales o breves espacios en los que el tiempo se anima ser amable pero a la final resulta otorgándote algo tan placentero y en el mismo tono, doloroso. Había permanecido días recostada en la cama imaginando cual sería mi reacción si algo así sucediera, articulaba bien bajito todo un discurso con las palabras que jamás pronuncié y que hasta ese instante no había considerado importantes. Una sinfonía de letras que de ser leídas en algún libro habrían parecido lo suficientemente persuasivas. Pero todo silenció, súbitamente una brizna invadió mi alma. Sé que no pudo verme pero bastó ese sólo instante para comprender que mientras seguía aquí, él hacía tiempo se había ido. Su teléfono sonó, alguien detrás de la línea cavó enormes surcos en sus mejillas y ése, ése destello en sus ojos -tan familiar- abrió paso a los recuerdos. Sin remedio aquella tarde llovió, como si las nubes oscuras y débiles destellos de sol sintieran lo que yo.

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